Esta publicación fue extraída de mi ahora inexistente SpaceHey
Anteriormente había mencionado lo mucho que me gusta la programación; es la cosa que más aprecio en el mundo, pues me permite entender cómo funciona la tecnología que me rodea. Desde niño siempre he tenido esa insaciable necesidad de intelecto, de saber algo que me gusta, a niveles obsesivos. “Si no lo puedo crear, no lo puedo entender”, se dice por ahí.
Pero he notado cómo, en este campo de la programación y la tecnología, especialmente en Latinoamérica, se observa esta disciplina como una forma de ganar dinero estúpido en cantidades estúpidas. Y claro, todos queremos vivir de lo que sabemos, pero lo que me molesta es ver cómo se reduce algo tan hermoso a simples trucos para generar capital. De ahí nacen las pseudoescuelas de programación que juran que serás un experto en Python en 10 clases, y los programas académicos en universidades que cubren los fundamentos en el nivel más alto posible… y nada más. Dos extremos que, a su manera, terminan vaciando de sentido lo que debería ser un proceso de descubrimiento.
Observo cómo se venden proyectos tan básicos y sencillos en cursos de hasta $4000 pesos, cursos que no valen la pena porque te incitan a copiar en lugar de usar el maravilloso arte de escribir código para resolver problemáticas. ¿Otro punto de venta, otra lista de tareas, otro clon de ChatGPT? Son miles de cursos que pretenden ser la solución, y programas educativos, que no se han modificado en años y pretenden ser el "mundo real". Magos, gurús, profesores; que pretenden enseñar a huevo en moldes prediseñados y casos de uso simplificados. Si se suma la pobre información que se le otorga al estudiante, las pocas herramientas de estudio que se le proveen, con piezas de software que razonan por ellos (en este caso, las IA generativas), creas una problemática aún más grande: estudiantes que buscan el atajo a la resolución de un problema que se resuelvo con ingenio. Similar a las máquinas de tragamonedas más redituables de la historia, que son las redes sociales: felicidad rápida, pseudoconocimiento rápido; respectivamente.
Al final, lo que me queda claro es que ni cursos milagro, ni planes obsoletos, ni asistentes artificiales pueden reemplazar la chispa de la curiosidad. Esa necesidad de abrir un editor de texto solo para ver qué pasa. De leer un manual viejo, clonar un repositorio extraño o romper algo para después arreglarlo. Esa es la esencia del espíritu hacker: no como delincuencia informática, sino como filosofía de juego, exploración y descubrimiento. Ahí, en esa aparente inutilidad, se esconde el verdadero aprendizaje: el que se queda porque fue nuestro, porque nació de la curiosidad más pura.
Pero el que estudia no quiere aprender para saber, quiere aprender para ganar.