Sucedió ayer mismo una serie de causas y efectos que me llevaron, quizá inoportunamente, a escribirle a usted unas cortas y bastante toscas líneas con la más humilde pretensión de poesía que no es para mí una maniobra, sino una mera necesidad como las hamburguesas y el aire. He arrancado a escribir —y por eso ha de disculparme, porque la culpa es suya enteramente— al encontrar en el suelo una flor de la especie que más me ha sido grata desde toda la vida, que es decir que por unos pocos siglos. Naturalmente y por razones que entiende usted mucho mejor que yo, la tormenta que su existencia ha desatado en mi cabeza procedió en el acto a proyectarse sobre la florecita, inocente ella de todo, y quedó la pobre como tema central de mis palabras — con lo cual quiero decir que soy, así parece, culpable de recurrir a uno de los más trillados, baratos y cursis recursos literarios de muchacho adolescente con mal gusto y sin talento por las letras: la he comparado a usted con una flor.
Ya sé que le he pedido el alto a sus fusiles y que este horrendo acto habría de revocar cualquier salvoconducto, pero permítame explicarme antes de que me lleve al paredón, y si no logro persuadirla, diré yo mismo el apunten y el listos y el fuego. Encuentro tan odioso ese símil tan común y tan podrido como cualquier ser pensante, pero he pretendido yo hacer otro y no ese. Si ve cualquiera a una flor, podría evocarle alguna tontería aristocrática, un fulano respetable en un caballo grandote con una rosa entre los dientes y un sombrero ridículo y plumado; si no, quizá un ramo de excusas de algún hombre mal portado en un intento triste de comprar la redención; incluso podría llegar a pensar, en el peor de los casos, en un arreglo atroz de chocolates, ositos repugnantes de peluche con sus corazones rojos y frases que harían ver a Coelho como un Cervantes, un disco de Arjona, unos globos plateados de Bob Esponja flotando, y una grotesca pila de flores cortadas y dispuestas hábilmente por un florista como parte del esfuerzo comercial de alguna ridiculez de la talla del día de San Valentín. Todo esto y más podría pensarse de la idea de una flor, sí. Pero no he venido yo a hacer tal atrocidad.
Fíjese en cambio con detalle en una flor. Es, para empezar, una especie de órgano sexual —¡no dispare, no dispare!—, y en ese sentido son ellas, las flores, creadoras de la vida y responsables últimas de la belleza de todos los bosques y todas las montañas. Puede continuar bajando sus fusiles, lo agradezco. Si se fija un poco más, encontrará en ellas innumerables misterios en sus patrones geométricos fractales, y fíjese además que los mismos puede encontrarlos en cualquier buen libro de matemática o arquitectura, y también en los mandalas tibetanos y los templos de todas las devociones; y por esto quiero decir que son las flores ecos del espíritu humano en su máximo sentido, y, más aun, viceversa. Aun más, puede usted darse cuenta en los pétalos de las flores, y en particular de esa flor de plumeria que ya habrá visto, que contiene un espectáculo de colores que recuerda al de cualquier respetable atardecer, y que estos a su vez son manifestaciones de la belleza que crean las estrellas — y sobra decir que actúo sobre fuerte precedente si la comparo a usted con una estrella.
Comprenda, entonces, que tal comparación no pretende reducirla a un adorno a ser encerrado en un vaso deforme sobre el centro de una mesa, y que cuando pienso que es como una flor, quiero decir que es usted tan linda como la propia creación, y como las estrellas — que no significa, no se confunda, que se parezca a una enorme y redonda bola ardiente llena de gases, sino a donde nace la sustancia y se escribe el destino de este cosmos.
